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Natalia Chamorro

 

I.

Las hojas tiemblan sin sonido

y  una textura resbalosa

como lisa geometría

de sonidos torpes que molestan

o como los puntos opacos de

las luces esquinadas.

Todo refleja un brillo

por demás, incelebrado.

 

II.

 

Al ras, los sonidos se hacen murmullos

de ruidos que pasan

insensibles como el aire.

 

Una playa imposible de bella,

un concierto en un parque de la cuidad,

yo aislada de todos mirándote.

 

Las formas que bailan

en el brillo de las superficies

se vuelven cuestionables.

 

Entonces estamos en la playa,

ese espacio atemporal,

un sonido circular, un acorde perdido en sí mismo.

Astronauta en harapos

Benny Chueca

 

1

Gasté todas mis propinas

usé todos mis juguetes

y robé los de mis amigos

A hurtadillas

aprendí a usar las herramientas de mi papá

–leí sus manuales fotocopiados–

Me tomó 40 años construir la nave espacial

y calcular la parábola,

que todos se hartaran de mí

 

2

Es medianoche

una sirena anuncia el lanzamiento

Nadie viene a despedirme

En lo alto de la plataforma

enfundado en mi traje plateado

con mi casco bajo el brazo

me sitia el vértigo

Sonrío,

como Armstrong y Aldrin

Recién hoy entiendo su gesto:

“¿y si mejor

mantengo los pies en la Tierra?”

 

 

3

Doce,

once,

diez,

nueve punto ocho metros sobre segundo al cuadrado después

–¡fue un siglo, créanme!–

me arrastro

afuera de mi crucero desintegrado

Soy un astronauta en harapos

Un viejo se me acerca

(un agujero negro

en su sonrisa)

“Igualito a una estrella fugaz

–me dice–

hasta pedí un deseo”. 

V

Pilar Espitia

 

La negritud de la tinta me indica que la muerte me muerde los talones, sí, justo dónde se me ha olvidado bañarme por tantos años hasta que ¡pum!, holly cows! Los dedos de una mujer perfectamente fea me vencen como al pobre Aquiles y no puedo hacer más que arrojarme a la voluntad de unos ángeles, voluntad naive, voluntad de lanzarme al infierno de lo no hecho, siempre la misma presa, la calle llena de plumas y sangre, ángel–gallina que me mata de un susto y sigo escribiendo sin ver mi mano, sólo constato que el viaje acabó y que yo aún duermo, ¿ya?

 

De la serie Siguiendo a Schwitters (o poesía prodadaísta pasada de moda) en “Mugre” (2010)

Odisea

Erez Bar-Levy

Al son de la balada, iniciará el vals de mi pluma.
Me aislaré del mundo y comenzaré a soñar despierto.
Los recuerdos de mi infancia comenzarán a aforrarse de vida,
recorreré esos caminos para alimentar mi corazón.
Se despertará esa sensación en mí, la de un niño.

Surgirán las curiosidades de buscar lo desconocido.
Esta virtud es la razón por la cual mi pluma bailará,
al tomarla de la mano, ella me guiará a la serenidad del escribir.
Solo en esta coyuntura es cuando se comenzarán a amar,
a través de esto se crearán las palabras que pronto nadarán.

Mis palabras nadarán libres y buscarán su lugar en los versos.
Comunicarán las hermosuras de la vida y darán savia a las nuestras.
Mi manceba llenará las páginas con acaricias y besos.
Cuando se oiga el silencio, la pluma y mi diestro volverán  a ser ajenos.

Embarcarse en esta odisea requerra gran voluntad,
en donde el matrimonio entre la pluma y el ser se acoplarán.
Pero donde divorcios, no existirán.

Vivir en un mejillón

Ignacio Arellano

 

La vida es algo incómoda cuando vives en la concha de un molusco. Hay agua por todas partes y

el café generalmente tiene un regusto salado. También tiene sus ventajas: cuando se encabritan los mares y la tormenta parece que va acabar con el mundo, entonces, se siente una segura agarrada a la roca. Los días en que el océano está pacífico puede una escuchar desde la cama el suave rumor de las olas y remolonear un rato hasta que las inoportunas gaviotas insisten en sus graznidos. Lo peor es que a mis vecinos les disgusta. Dicen que es extravagante.

Punto de quiebra en la orilla de Menorca.

Javier Gastón Greenberg

 

Me despierto con un sueño en los ojos

la quietud del azul tan cerca al silencio

y el punto de quiebra de las olas,

letanía de espuma y turquesa,

el cielo aquí en la tierra. 

 

Las rocas en curvas esculpidas

violentamente por el tiempo,

desgastando los bordes,

una serie de coincidencias de verde y azul,

en un momento de cuerpo con aire.

 

La arena con huellas de seres,

en pena misteriosa grabadas

por la luna de este universo olvidado.

 

Los tiempos han venido a sentarse,

como los barcos que flotan sobre el agua,

callados, grandes, exploradores cansados.

 

Los pliegues por el agua

en esta despedida constante

de formas, ¿cómo es posible?

me pregunto, si existimos

juntos al mismo tiempo.

 

Extraña vibración

de ése mismo, viejo universo,

un cuerpo vacío

dentro del cual hay un agujero,

entrada y salida de sueño

al disolverse,

 el agujero cierra.

 

Una existencia de entrar y salir

es lo que hay, hermosa creatura,

que mueve el aire del mundo,

inhalando y espirando

en la tambalea de su inmenso cuerpo,

caen los carteles de mis paredes invisibles.

LA NOCHE ETERNA

Rubén González Jiménez

"They wrote in the old days that it is sweet and fitting to die for one's country.

But in modern war, there is nothing sweet or fitting in your dying.

You will die like a dog for no good reason."
—Ernest Hemingway

 

Poco después de las 1700 horas, el primer teniente Everton informó al sargento González que el camión para transportarlos estaba listo. Iba a ser un viaje relativamente corto, ya que la estación de tratamiento de agua potable se encontraba a cuatro millas del campamento central. González inspeccionó a cada uno de los integrantes de su escuadra para cerciorarse de que todo el equipo estuviera en orden. Les prestó especial atención a los rifles, que son inherentes al cuerpo de un marine. Había que limpiarlos seis veces al día, pues la arena es enemiga despiadada del metal aceitado. Justo antes de abordar el camión el sargento reunió su escuadra. A pesar de su juventud, se dirigió a ellos con la sobriedad estoica de un guerrero cincelado por la mano cruel del combate: “Marines, esta vez estamos solos, el campamento central se queda aquí. Una vez estemos en la vecindad de Arawad solo dependeremos de nuestro entrenamiento e instinto. Recuerden que contamos con el compañero a nuestra derecha, el descuido de uno puede costarles la vida a todos. Los que crean en dios hagan sus plegarias; yo... yo creo en mi rifle y mi precisión: un disparo, un muerto, así lo haremos”. Al unísono, como un trueno, todos gritaron: “¡Semper fi!”.  Entonces abordaron el camión y partieron.

 

El sargento González iba en el asiento del pasajero en la cabina y manejaba el cabo Cottorone, su camarada desde que ambos pisaran las «yellow footprints» en Parris Island, donde cursaron su entrenamiento básico. Los demás integrantes de la escuadra viajaban sentados en el área de carga mirando hacia afuera. Tenían los cañones de los M16 asomados por la lona verde monte, que contrastaba en el desierto como canela sobre avena. Cottorone trató de iniciar una conversación con González, pero éste lo calló con una mirada atravesada. Podían haber sido muchas las razones para que el sargento prefiriera el silencio, no obstante, Cottorone infirió que estaba repasando procedimientos de reacción en su mente, como solía hacer antes de cualquier situación de inminente peligro. Anteriormente habían estado juntos en lances hostiles: peleas al puño en varios Irish Pubs de San Diego, la lluvia de esquirlas metálicas durante un agobiante verano en Kosovo, los fantasmas con rifles de asalto en la zona montañosa de Afganistán...

La misión impuesta duraría sólo una noche. Consistía en proveer protección a los marines que trabajaban en la estación de tratamiento de agua potable localizada cerca de Abbud As Saghir, al sureste de Karbala, hasta que terminaran sus labores. La inquietud más grande para el joven sargento era poder conservar la vida de todos los marines de su escuadra ante una situación tan peligrosa. Transitaban por una carretera muy solitaria en la cual el camión ocupaba casi todo el ancho del camino. González contemplaba el paisaje; distracción involuntaria, ya que por lo regular mantenía una vigilancia indefectible. El verdor de las riberas del Éufrates había cautivado su atención. Más que cautivado, lo transportó a su añorada isla de Puerto Rico. Ya llevaba trece meses de espera inquietante en Kuwait y veinte días de tensión absoluta desde la incursión en Irak. Era inevitable la nostalgia. De niño solía correr y jugar en la ribera del Río Grande de Loíza cada vez que visitaba a sus abuelos. La majestuosidad del caudaloso río en medio del árido desierto era impresionante. Se le parecía al de su isla luego de un periodo de lluvia prolongado, cuando se desborda su cauce. También los niños nativos, harapientos, risueños, de color de piel y fenotipo bien parecidos a los de los puertorriqueños, le recordaban a sus amigos de la infancia. Añoraba esa libertad de nene, cuando el alma es libre y la más pequeña aventurita es motivo de regocijo. Esos niños corrían al camino y agitaban sus manitas curtidas para saludar a los visitantes no invitados. Aunque más bien la carrera de estos chicos descalzos —cuyas plantas de los pies parecían de caucho— estaba motivada por los alimentos que los marines aventaban al pasar. Los soldados tenían la provisión de comida exacta para sí, sin embargo, algunos decían que alimentar a un niño hambriento era motivo suficiente para limitar su consumo a la mitad. El gesto muchas veces transportaba al sargento en el tiempo.

* * *

El año anterior, la unidad a la que pertenecía  González realizaba un ejercicio de práctica en Egipto, operación conjunta con varios países pertenecientes a la ONU, en el que ocurrió algo que caló profundo en él. Su escuadra estaba a cargo de la protección del convoy que transportaba alimentos y agua para los integrantes del batallón. El convoy —que se dirigía desde la ciudad de Alejandría hasta el campamento central— fue interceptado por aldeanos que le bloquearon el paso con un auto encendido en llamas. Los egipcios no cargaban armas de fuego, no obstante, tenían mucha hambre que es arma aun más peligrosa. Los marines les apuntaron con sus rifles y demandaron que se detuviesen o de lo contrario abrirían fuego. Por un instante los atacantes obedecieron. Sin embargo, un hombre de unos setenta años de edad se atrevió a traspasar la línea improvisada —the point of no return— por la escuadra, lo que motivó al resto de los insurrectos a hacer lo mismo —chain reaction—. González, tal vez por instinto o por miedo lo golpeó en la cabeza con la culata de su rifle. El golpe provocó un profuso sangrado y en un segundo se le tiñó el rostro de rojo y se desplomó de bruces sobre la arena. El suceso incitó al resto de la escuadra a tomar el control por la fuerza. Golpearon a hombres, mujeres y niños quienes seguían tratando de robar los alimentos. Luego de ver lo que había hecho entró en un tipo de trance y no podía emitir ninguna orden. Se quedó ahí, observaba cómo los granos de arena levantados por la brisa se adherían a la sangre que emanaba de la herida del anciano. No tenía certeza si habían pasado segundos o minutos antes de salir del estado en que estaba. Cuando pudo gritar «alto», ya la escuadra había propinado una golpiza a los infractores y la cantidad de descalabrados era extensa. De inmediato ordenó la retirada, y en nada la escuadra se encontraba abordo del camión. Los marines aventaron pequeñas cajitas que contenían artículos de primeros auxilios y continuaron su camino.

* * *

La entrada al área donde se ubicaba el equipo de purificación de agua era angosta y estaba enlodada. Cottorone tuvo que ingeniárselas para acomodar el aparatoso vehículo por aquél incómodo acceso. El sargento Miller salió a recibir la escuadra que cuidaría de ellos mientras procesaban el agua. Una vez desabordaron, enseguida González se dirigió a establecer el perímetro. Colocó un fireteam aproximadamente cada ochenta metros; tuvo que improvisar, ya que la distancia que tenían que cubrir era mucha para sólo trece hombres. Sacaron las pequeñas palas plegables y comenzaron a cavar las posiciones de combate. De todas las medidas de seguridad que son menester de guerra era la que más odiaban. Se alternaban periódicamente sin pedir relevo, pues tenían un reloj biológico sincronizado a la perfección. Un grupo de gritones instructores se encargó de ajustarlos durante las doce arduas semanas de entrenamiento básico. Los muchachos echaron el resto para terminar de cavar las posiciones de combate. Tal vez los apresuró la incertidumbre, o, más aún, la certeza de peligro que flotaba en el ambiente ribereño. Terminaron a las 2145 horas. Los líderes de los fireteams: Cottorone, King y Freitas se reportaron a González. Le informaron que los turnos rotativos de vigilancia estaban designados, que habían dejado los rifles y metralletas con los peines y fajas de balas insertados, proyectil en las cámaras, los seguros echados… Era cuestión de hacer un leve movimiento con el dedo pulgar —de la misma manera que se hace para impulsar una canica— y luego tirar del gatillo, para alimentar las hambrientas bestias de acero que buscaban llenar el buche con plomo y pólvora.

 

González admiraba el ilimitado firmamento del desierto iraquí. La ausencia de luces urbanas le permitía apreciar la lobreguez galáctica. Quedó perplejo al ver su primera estrella fugaz. Eso era una inquietud que tenía desde niño. Cada vez que alguien decía: “¡mira una estrella fugaz!”, para cuando él volteaba ya había desaparecido. Y así transcurría la noche para todos, en un ambiente lleno de la paz más repulsiva que hubieran experimentado en sus vidas. A eso de las 0145 horas pararon los motores de las bombas de agua y el escandaloso generador de electricidad. El sargento Miller se acercó a González para informarle que habían terminado y que se retirarían a dormir luego de haber tenido una jornada de veintisiete horas consecutivas. “Que descansen. Nos vemos por la mañana”, respondió. Ya para las 0230 horas los marines que hacían guardia, aunque tuvieron cuatro horas de descanso, batallaban a brazo partido contra el cansancio. Si bien cuatro horas de sueño suelen ser suficientes, no lo son cuando se pasan sin techo, durmiendo dentro de un saco delgado que descansa sobre una rígida y fría superficie. No son suficientes si se viste el uniforme completo ―incluyendo las botas― y mortificado por tener que hacer guardia, nuevamente, por cuatro horas más. Como si todo eso fuera poco, también temían que el enemigo pudiese irrumpir y despertarlos con una fría bayoneta rebanándoles la garganta. Bastantes motivos para hacer del tiempo de descanso una odisea. González recorría el perímetro cada hora para asegurarse de que la escuadra estuviese haciendo el trabajo. Intercambiaba una que otra palabra con sus muchachos para darles ánimo, pues estar de guardia es probablemente uno de los trabajos más aburridos que existe. Resulta fácil distraerse o dormirse.

A las 0410 horas, cuando los parpados de Everest y Mcneil (marines de guardia en la posición del cabo King) pesaban un kilo, un destacamento de la milicia chiíta, compuesto por cien hombres, se encontraba a unos trescientos metros de distancia. Los pastos eran altos, lo cual les impedía a los marines ver a los iraquíes que se arrastraban como reptiles para ganar proximidad. Se quebró el sosiego con el fragor de una granada a propulsión, cortando el aire impregnado de hostilidad que se respiraba junto al río. Estalló a poco menos de diez metros de la posición de combate, tan cerca que la fragmentación desfiguró el rostro de Mcneil y le abrió el pecho de par en par a Everest. Cabo King despertó con el estruendo de la explosión. Era posible determinar la posición de los chiítas al ver las chispas de fuego en la punta de los rifles AK-47 que esparcían su furia sin clemencia. King dio un salto y cayó dentro de la posición de combate. Enseguida se postró detrás de la metralleta que aún descansaba sobre el trípode. Abrió fuego tratando de impactar los intermitentes destellos despedidos por los rifles iraquíes. Al mismo tiempo, González tiró del cuello de la camisa del soldado Johnson y le gritó: “llámalos, los necesitamos de inmediato”. Luego agarró el tubo que contenía la luz de bengala y removió la tapa de aluminio. Con el mismo movimiento que se hace para clavar con un martillo, azotó la parte inferior del tubo contra una piedra plana. La luz de bengala emitió su peculiar silbido mientras ascendía. Al oír el sonido, los marines cerraron sus ojos para no encandilarse con la explosión de luz en el cielo. La brillante luz delató la posición de múltiples chiítas que continuaban acercándose. King y Williams, supervivientes del fireteam, abrieron fuego contra las siluetas expuestas. Los veían caer como dominós acomodados uno frente al otro. Freitas y su compañero, quienes cubrían la posición sureste, reacomodaron su metralleta y abrieron fuego para tomar ventaja del sol improvisado.                       

 

Johnson transmitía: “Soup can... Soup can, this is Wonder bread. We are under attack: RPG’s, AK-47’s; proximity two hundred meters, requesting immediate backup.” A lo que el campamento central respondió: “Wonder bread…, this is Soup can, rapid reaction team is on its way; we already saw your flare. Be strong, semper fi.” González y Garner (un miembro del fireteam de Cottorone) fueron a reforzar las posiciones de King y Freitas. Corrieron desde la posición de combate sur, a lo largo de la línea del perímetro… Cuando estaban a unos quince metros de sus compañeros, se vuelve a oír el estridente silbido acarreado por otra granada a propulsión. González gritó: ¡Incoming! Sin titubear se tumbó al suelo boca abajo y colocó el rifle debajo de su cuerpo. Recogió sus extremidades y hundió su rostro en la tierra. Se protegió con su casco y chaleco blindado como una tortuga se protege con el caparazón. Freitas y dos de los integrantes de su equipo se arrodillaron dentro del hoyo y se cubrieron los oídos. La granada aterrizó justo enfrente de la posición de combate. El cuarto integrante del fireteam de Freitas y Garner recibió los impactos de los fugaces fragmentos de metal ardiente. González levantó el rostro y vio a Garner que yacía sin vida a pocos metros, mientras que el otro infortunado tenía los ojos abiertos fijos en la nada y parecía hacer gárgaras con su propia sangre. Freitas y sus dos compañeros asomaron las cabezas fuera de la posición de combate y al ver los estragos comenzaron a gritar. Eran gritos desgarradores, pues venían cargados de desesperación y terror. El horrible panorama sacó a González de foco, pero su exhaustivo entrenamiento de combate le permitió recobrar conciencia para dirigir a sus marines fuera de la macabra situación. Recordó el punto de origen de la granada a propulsión, recargó su lanza granadas M203, estimó la distancia y disparó. Tres segundos pasaron y pedazos de cuerpos flotaban en el aire. Freitas disparó una luz de bengala y vio que sus enemigos estaban apenas a setenta metros. Él y sus dos compañeros tuvieron que usar los rifles, ya que la granada a propulsión anterior había averiado la metralleta. Abrieron fuego en ráfagas de tres balas con cada tirón del gatillo. En cambio, González mantuvo su rifle en semiautomático, un tiro a la vez, y acomodó la culata en su hombro. Se concentró rápidamente para obtener buen apoyo en los huesos y así mantener los músculos relajados. Controló su respiración y comenzó a derribar iraquíes con cada bala que salía de su rifle. A pesar de que el resplandor duró sólo unos segundos, logró inmovilizar cuatro iraquíes con sus cuatro disparos.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                          

La metralleta de King tenía dos balas atascadas en la cámara y el exagerado temblor de sus manos le impedía resolver el problema. Williams disparaba su rifle, pero su nerviosismo resultaba en una puntería despreciable. El sargento Miller y los otros seis integrantes del equipo de purificación de agua hacían lo que podían. Ellos estaban en una posición menos elevada, lo cual dificultaba la ofensiva que intentaban. Tampoco tenían experiencia disparando sus rifles de noche. Johnson recibió comunicación de las escuadras de refuerzos llegarían en menos de un minuto. Cottorone corrió a socorrer las posiciones de combate que estaban a punto de sucumbir. King y Williams se defendían con coraje cuando tres iraquíes a pocos metros de distancia abrieron fuego contra ellos. González divisó la cercanía de esos rifles enemigos y en tanto se acercaba vio el torso de King sacudirse tres veces por los impactos de balas. Williams quedó atónito al ver lo sucedido. González corría tan rápido que parecía despegarse de su sombra, pero aun así sentía que la distancia entre él y los suyos era interminable. En medio del impresionante despliegue de energía cinética sacó una granada de mano, removió el pasador de seguridad y la lanzó por encima de sus compañeros. La granada cayó entre los enemigos y la explosión esparció su anatomía por el valle de la muerte.

Cinco iraquíes sin municiones, pero con las bayonetas encajadas sobre el cañón de sus rifles aparecieron de la nada. Debido a la proximidad, González, impávido, deslizó su rifle hacia atrás y desenfundó la pistola. Logró abatir a dos de ellos, sin embargo, el tercero embistió a Williams atravesándole el pecho con la bayoneta. Esta quedó atascada. El iraquí apoyó el pie sobre el hombro de su víctima para tirar con más fuerza. González lo agarró desprevenido, le metió el humeante cañón de su pistola en el ojo y tiró del gatillo. La bala traspasó el parietal y la parte posterior del casco de metal succionando hebras de cerebro en su mortífera trayectoria. Cuando tiró del gatillo para balacear al cuarto atacante la pistola mascó el proyectil. El feroz chiíta se abalanzó contra él, pero logró esquivarlo con un repentino movimiento. Sujetó con la mano izquierda el rifle de su agresor y en un movimiento simultáneo con la mano derecha sacó un filoso puñal. Sin hesitar le clavó las ocho pulgadas de metal forjado en el cuello. Clavó el puñal con tanta fuerza que torció la punta con el hueso de la clavícula. Dio un traspié al tratar de retirarlo, lo cual le impidió cuadrarse para combatir al quinto oponente. Aunque aterrado por la furia y el coraje del marine, este aprovechó la falta de balance y le clavó la bayoneta en el costado izquierdo. Cottorone acababa de llegar corriendo y disparó una ráfaga de tres balas que impactaron en el pecho al agresor de González. Cayó de rodillas y apoyó una mano en el suelo. Cottorone, aún con el índice en el gatillo, sediento de venganza, iracundo, terminó de descargarle el cartucho en el pecho y rostro. El sargento González sacó la bayoneta que había quedado incrustada en su cuerpo, se tocó la herida y tomó una respiración profunda.

 

Los marines de refuerzo alumbraron el cielo con luces de bengala y derramaron entrañas de ametralladora por toda la llanura. Desde los vehículos sostuvieron fuego constante por tres minutos. Cuando cesó el bramido del torrente de plomo férvido se instaló el silencio. Cottorone había colocado una camiseta sobre la herida de su amigo y ejercía presión para controlar la hemorragia. Los recién llegados médicos de combate la cambiaron por un vendaje y lo montaron en una camilla. González abría sus ojos al máximo, pues trataba de enfocar su ya nublada vista. Tomaba hondas y largas respiraciones para aplacar el dolor que lo atormentaba. Lo subieron a un vehículo todo terreno que hizo las veces de ambulancia. A las 0510 horas Cottorone y uno de los médicos partieron a toda velocidad de regreso al campamento central para que lo atendieran en la unidad quirúrgica. El viento entreabría la lona que cubría el compartimiento donde lo transportaban. En una de esas logró divisar el caudal del río Éufrates iluminado ya por los rayos del alba. Esto provocó que su mente comenzara un viaje astral que lo transportó nuevamente a su añorada isla y a sus años de infancia. Su cuerpo estaba totalmente entumecido y tenía el rostro palidísimo. Sus manos temblaban violentamente y sudaban de frío. La pérdida de sangre continuaba y los latidos de su corazón disminuían estrepitosamente. Cottorone tenía el acelerador hasta el fondo a la vez que le hablaba de deportes, mujeres, anécdotas… González sonreía como si escuchara, mas la sonrisa se debía a otra cosa… Se debía a la imagen de su isla y niñez que en su mente se proyectaba. Y ya no sentía dolor, sino paz.

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